Día 2. Rias Bajas
El día amaneció fresco. Sobre todo para nuestros seis aventureros que venían de un clima tórrido-subtropical como era el de Castellón en agosto. Los nuestros estaban acostumbrados a rondar los 30 grados continuos con altos grados de humedad y esa mañana Santiago de Compostela se levantó con 15 graditos o menos. Para los santiagueses sería normal pero algunas de nuestras Estrellas necesitaba chaqueta.
Siguiendo las indicaciones de Inma, la organizadora en la lejanía, para este día había programada una excursión en coche. Había que hacer todos los preparativos y salir cuanto antes.
A las 8.15 estaban los seis exploradores desayunando y a las 9.00 salieron del hotel a recoger el coche que les transportaría por esos grandes y fantásticos paisajes gallegos, todos llenos de eucaliptos.
La oficina donde tenían que recoger el coche estaba cerca. A unos 10 minutos andando cuesta abajo, al lado de la estación de tren. Para allá se fueron y a las 9.15 ya estaban en la cola. Varios de los nuestros tuvieron que desandar el camino por algún olvido ocasional, pero esto no retrasó el viaje. Lo que retrasó el viaje fue el pequeño drama que se vivió en la oficina de alquiler de coches.
En la línea de las grandes empresas de servicios, los trabajadores de la empresa de alquiler de coches fueron muy cuadriculados y quizá no deberían haberlo sido tanto. No sé.
Lo que les pasó a nuestras Estrellas es que en el proceso de pagar el coche, que se debe realizar antes de cogerlo (por si roban el coche sin pagar), resulta que no admitían tarjeta de débito, sólo de crédito. Esto puede ser porque te hacen una retención por si estrellas el vehículo o algo así. Se puede entender. Guillermo, que iba a llevar el coche, le enseñó a la persona de la agencia una tarjeta de crédito desde el móvil. La de la agencia replicó que esa no valía, que tenía que verla físicamente.
En la época en la que estamos no tiene ningún sentido no poder alquilar un coche porque la tarjeta no es de plástico y la llevas en el móvil. Tampoco tiene ningún sentido no utilizar tarjeta de débito cuando el seguro es a todo riesgo (como lo era para nuestros amigos).
La solución fue que otro de los aventureros pagara con su tarjeta de crédito. Lo hizo Gilbert, que era el único que llevaba. Pero ahí no acabó la cosa.
El que paga ha de ser el mismo que el que conduce el coche. Bueno, está bien, se pudo solucionar. Se añadió a Guillermo también como conductor por aproximadamente 30 € más y arreglado. Con dinero todo se puede.
Pero aún quedaba más. El coche no tenía asistencia en carretera y, como dijo la perspicaz persona que les atendía, hoy en día igual no hay rueda de repuesto, que hay un kit de recambio, o una rueda de esas finitas y manipular esto puede generar problemas. Así, por otros alrededor de 30€ más se solucionó la asistencia en carretera. Ahora ya parecía que la cosa estaba clara.
Cuando los nuestros creían que habían saltado todos los obstáculos (pagando) y esperaban ya las llaves del flamante vehículo, les comunicaron que el coche todavía no estaba preparado, que los anteriores que lo tenían alquilado lo acababan de devolver y que estaba en el aeropuerto. Que no se preocuparan que en breve se lo darían. Que esperaran fuera, por favor. Y que pasara el siguiente de la cola. Todo un poco kafkiano.
Mientras esperaban el coche, no se sabe si enviada por la agencia de alquiler o por la divina providencia, una chica que decía ser de jet set y propietaria de un complejo hotelero de por allí cerca trató de hacer buenas migas con nuestros aventureros intercambiando hasta su número de teléfono para futuras transacciones comerciales. La escena era un poco rara y no sabemos si la chica decía la verdad, era una timadora o había consumido sustancias psicotrópicas. Al final se fue. No sabemos más.
Por fin, con una hora de retraso, nuestro grupo consiguió subir a su coche, sin limpiar y haciendo varias fotos a distintas abolladuras o rascones que éste tenía distribuidas por su carrocería. Era un skoda bastante grande de siete plazas. Rectifico, de cinco plazas y dos más para personas sin piernas.
El destino de esta excursión tan deseada y esperada era las rías bajas. Un trayecto corto para disfrutar de grandes vistas y muchas cosas más.
La ruta se planificó con muchas paradas, unas reservadas y otras un poco a la aventura. Al final salió lo que salió pero siempre fue con mucha gracia.
El primer destino fue la Isla de Arousa para conocer y pasear por allí. Un largo puente une la tierra firme con la isla que, la verdad, está bastante virgen. No sabemos lo que costaría este puente, de 2 kilómetros y acabado en 1985, pero dudo mucho que se amortice alguna vez en los próximos siglos. No obstante, el puente es absolutamente necesario para los 5.000 habitantes que tiene la isla y también para los miles y miles de turistas que, como los nuestros, la visitan.
La isla, declarada por Europa como paraje natural, es prácticamente plana y con edificaciones de una o dos plantas, muy monas ellas. Aún quedan espacios salvajes que todavía albergan elementos surfers y/o hippies. Muy bonito todo.
Los nuestros buscaron por entre las carreteritas de la isla (que no hay muchas) el mirador de Quilma. Aparcaron al lado de la carretera y un caminillo les llevó hasta el pequeño promontorio que era el mirador. Curiosamente había un banquito allí clavado entre las grandes rocas de granito redondeadas.
Las vistas eran espectaculares. Hacía viento y los estrellas se dedicaron a hacer muchas fotos. Con el banquito, sin el banquito, con las melenas al viento, en grupo, en pareja, individual. Muchas, muchas fotos.
Al acabar la sesión fotográfica se fueron hacia el coche. Kiko quería ver otro mirador de la isla, y para allí se dirigieron. Mirando el reloj el tiempo se ajustaba. Tenían reserva para un “crucerito” y tenían miedo de perderlo. Faltaban 5 minutos en el GPS para llegar al mirador cuando se votó que no se iba y que directamente se fuera al compromiso siguiente, por no perderlo. Kiko con su voto no pudo hacer nada y el coche se enfiló hacia el siguiente destino. No era cuestión de perder un flamante crucero mejillonero por hacerse una foto en una roca.
El GPS marcaba 40 km. y 40 minutos para llegar a la Isla de la Toja, siguiente parada, que era donde estaba el embarcadero donde empezaba el crucerito contratado, y allá que fueron. Volvieron a cruzar el superpuente para llegar a tierra firme y desde allí, con un gran tramo de autovía, los Estrellas hicieron camino. Realmente andaban un poco justos de tiempo, solo con un cuarto de hora de margen para su siguiente aventura.
La actividad que tenían preparada ahora (se la había reservado Inma hacía ya tiempo) era un pequeño viaje en barco por la ría de Arousa con explicación y degustación de mejillones.
La autovía por la que iban nuestros aventureros empezó a tener retenciones bastante importantes. Retenciones que luego se diluían. Poco a poco se fueron perdiendo minutos por el camino. Kiko, que era el que votó por ver el otro mirador de la isla de Arousa, estaba calladito a ver si por culpa suya no llegaban a coger el barquito. El ambiente se cortaba con cuchillo. El coche iba con sus ocupantes en silencio y las retenciones en la carretera cada vez eran más largas. Parece que ese día habían soltado a todos los coches y que todo el mundo quería ir a la playa de la Lanzada, que estaba en medio de la ruta que tenía que hacer nuestro grupo. El margen se acortaba. El GPS estimaba la llegada ya 5 minutos antes de la salida del barco. Y había que aparcar primero.
Por fin llegaron. Eran las 12.10 y solo tenían 5 minutos para que el barco saliera. Había mucha gente y mucho coche y era mal asunto ese del aparcamiento. Marisa y Gilbert salieron del coche corriendo para avisar al barco que se esperaran un poquito. Los demás fueron a aparcar. En unos instantes se les apareció la Virgen María y un coche, un poco más adelante, dejó un sitio libre. Guillermo, el conductor del grupo, aparcó rápidamente y todos salieron deprisita para el barco. Aún les sobraron unos minutos de cola para entrar a la superembarcación que les daría una vuelta por la ría, que por fin salió un poco más tarde de las 12.15, no por culpa de los nuestros.
El tema del crucero por la ría también fue interesante. Evidentemente, tras la carrera para llegar, los nuestros fueron los últimos en subir. Cuando embarcaron se encontraron que el piso de arriba (el más bonito pero con más sol) estaba lleno, y el de abajo también. La cabina de abajo donde los nuestros iban a sentarse se estructuraba en mesas relativamente largas con bancos a ambos lados. Una especie de marinero comentó que allá había un sitio libre, allá dos sitios más, y por allí 3 más. Proponía que los nuestros se sentaran separados y eso no molaba nada. Las Estrellas, tras una inspección visual, fueron a la mesa de la proa del barco, donde quedaban tres sitios libres y, con un poco de fuerza y un poco de “por favor”, consiguieron sentarse todos, Kiko no, porque a él siempre le gusta estar de pie. Nada era imposible, por fin estuvieron todos juntos.
Cada una de las mesas del barco tenía un par de botellas de vino blanco y un montón de vasitos de plástico. Parece que habría un refrigerio.
El barco arrancó y desatracó. Una vez en la ría la cosa empezó a animarse.
Como si se estuviera en una boda, de una puerta empezaron a salir marineros en fila india con grandes bandejas de mejillones al vapor, un par para cada mesa. Las bandejas era un poco ”especiales”. Para evitar que los movimientos del barco hicieran un empastre con la comida, los recipientes donde estaban los mejillones eran una especie de cubetas con las paredes altas donde en cada una cabrían un par de kilos de estos moluscos. Aunque de dudosa higiene, cuando se comían los mejillones, las conchas se volvían a tirar a la misma cubeta.
Si un recipiente de mejillones se acababa, rápidamente lo reponían con uno nuevo. Lo mismo pasaba con el vino. Había camareros atentos y cuando se servía el último vaso, ya estaban con una botella nueva.
Y mientras tanto unos altavoces situados dentro y fuera del pequeño barco iban relatando las bondades de la ría, lo trabajadores que eran sus habitantes y lo buenos que eran los productos que se sacaban de las profundidades de ese mar.
El barco navegaba por el centro de la ría de Arosa, entre bateas donde se criaban los moluscos que nuestros turistas habían ido a ver. Tras tres cuartos de hora de navegación entre mejillones y vino, el barco se acercó a una batea y atracó a su lado.
Los altavoces invitaron a los turistas a levantarse y a salir a la parte exterior del barco por una borda para estar atentos a las explicaciones y a las cosas que les iban a enseñar.
En esto sale un marinero bastante mayor a la batea y se pasea por encima de una viga de madera hasta llegar a un punto donde se para. Los altavoces explican cómo se crían los mejillones, cómo se alimentan y lo que les cuesta crecer en cautividad, porque esto de las bateas no deja de ser cautividad.
Ahora el marinero, haciendo equilibrios en la viga de madera, levanta una cuerda donde hay un montón de pequeños millones pegados. Luego la deja y levanta la de al lado donde hay ostras pegadas. Por último, deja la cuerda de las ostras y levanta una de vieiras. Sonríe al público, deja las última cuerda y sube al barco. Los turistas están encantados con las imágenes, se hartan a hacer fotos y rápidamente, cuanto notan que la fiesta se ha acabado, vuelven ordenadamente a su mesa en el interior del barco donde les esperan nuevas bandejas de mejillones y más vino, por supuesto.
Ahora tocaba volver al puerto de atraque. El vino iba haciendo su trabajo y el volumen de las conversaciones aumentaba paulatinamente. También se oían más carcajadas y risas. Nuestras Estrellas conocieron a una pareja de Vic que también estaban de viaje por Galicia. Les recomendaron lugares para visitar y comer. Los de Vic, sobre todo él, comía con una voracidad tal que seguro que el crucero le valdría de comida.
Casi atracando aún sacaron más vino y mejillones. Aquello no se acababa nunca. Las conversaciones seguían subiendo de tono y la gente tenía cara de felicidad. Alguien ya cantaba y todo.
Tras esta experiencia y pensándolo bien, se intuye claramente que el objetivo real del crucero era emborrachar y llenar la panza de mejillones y vino a los turistas. Para nada se pretendía informar y adoctrinar sobre las bondades de estos moluscos y lo bien que van para la economía de los pueblos de la ría. De esta manera, los turistas agradecidos por esta fiesta alcohólico-mejillonera, avisarían a sus amigos para que fueran también a ese sitio tan divertido donde se pasa tan bien.
En el momento de atracar la nave casi se tuvo un percance. El barco se acercaba a la pared donde tenía que “aparcar” y una niña pequeña estaba en la proa con las piernas saliendo por los agujeros destinados a desaguar en el caso de olas traicioneras. El marinero mayor que había hecho equilibrios un rato antes en la batea avisó de lo peligroso que era eso y metió una bronca a sus padres, “Si yo no hubiera visto esto, la niña acabaría sin piernas y yo en la cárcel”. Mientras duró el desembarco el marinero no paró de increpar a la familia, y con razón, porque la situación había sido muy peligrosa.
Nuestros turistas, ya en tierra firme, compraron la foto de rigor. Una foto de grupo de esas que te hacen en el barco y después las ponen como en la portada de una revista con comentarios así un poco horteras. Con la foto venía un cupón de la ONCE, que, por cierto, cuando se sorteó, les devolvieron el dinero.
Un poco inestables por la travesía en barco y por el vino consumido, y ya más relajados, llegaron al coche. Estaban en duda entre tomar algo o seguir camino hasta la comida. Más de una personita se hacía pis y no sabía si aguantaría. Antes que nada alguién (o alguienes) se hizo una foto al lado de una hermosa planta de hortensias, que en Galicia se dan muy bien y en Castellón se dan fatal.
Por fin se tomó la decisión de coger el coche e ir a Combarro, lugar donde tenían reservada la comida. Eran ya las 14.00 y tenían la comida reservada para las 15.00. Que no les pasara como esa misma mañana que sufrieron por llegar a tiempo al crucero. Guillermo, el conductor se había moderado con el vino para asegurar un trayecto sin incidentes.
El bonito pueblo de Combarro estaba a media hora de camino desde la isla de la Toja, donde se hallaban ahora nuestros aventureros. Un paseo. El coche empezó la travesía entre cantos y risas pero, como era de esperar, paso lo que tenía que pasar. A mitad de camino, ya no solo era alguien el que se hacía pis, sino que eran todos. No tuvieron más remedio que parar el coche al lado de la carretera para mear el vino del barco. Había bastante euforia en el habitáculo y Guillermo se abstraía del ambiente y conducía con seguridad. Ya casi se estaba planeando el próximo viaje. Esto del alcohol tenía sus riesgos.
Y nuestro grupo llegó a Combarro. Mejor dicho, a antes de Combarro. A un kilómetro del pueblo ya se notaba masificación. El equipo de los Estrellas, viendo como estaba el patio, aparcaron de mala manera en un hueco del arcén de la carretera. No se atrevieron a seguir adelante porque a falta de un kilómetro para llegar al pueblo, ya estaban ambos lados de la vía de acceso llenos de coches. Como hemos comentado, el coche de nuestros turistas era un Skoda de siete plazas. De las dos de atrás solo se ocupaba una, donde iba “embutida” Marifé, con bastante poco sitio para sus piernas. En este caso salió directamente por el maletero. Era más fácil salir por detrás que hacerlo por una puerta lateral contra un muro o a la carretera mientras pasaban coches.
Tras un paseo de doscientos metros por la carretera se llegó andando a Combarro. El sol picaba y hacía bastante calor. Realmente hacía mucho calor y la sombra escaseaba. Los nuestros, para buscar el restaurante se metieron por la famosa rutita de Combarro que va al lado del mar por una especie de callejón, con los hórreos a un lado y las casas del pueblo al otro.
Kiko, que había estado en Combarro hacía más de 25 años y recordaba este paseo como muy bucólico, se espantó a la vista de lo que tenía delante. Los hórreos estaban igual pero las casas del otro lado, o eran restaurantes o eran tiendas de imanes de nevera, figuritas, pendientes y pulseras. Para colmo, y casi a las 15.00 de la tarde, estaba petado de gente yendo y viniendo no se sabe exactamente a dónde (como los nuestros).
En el mismo bucólico callejón petado de gente estaba el restaurante O Bocoi, lugar donde supuestamente los nuestros tenían encargada la comida. Estaba hasta los topes. Un par de nuestras Estrellas se abrieron paso entre la avalancha de turistas hambrientos y un responsable del establecimiento, sudado y nervioso, les dijo que mantuvieran la calma, que a las 15.30 tendrían su mesa. Que no se fueran muy lejos, que él cumplía, y si decía que a las 15.30, sería a las 15.30. Mientras, delante había una tasca donde podrían hacer el aperitivo.
Dicho y hecho, una cerveza para cada uno y a beberla en la pequeña calle, esquivando turistas que compraban postales y hacían fotos a bonitos hórreos.
Sarina, sentada en unas escaleras de piedra, hizo amistad con Adriana, una niña Vimianzo que estaba cansada y sus padres la habían dejado allí descansando.
Vimianzo, el pueblo de Adriana, estaba en plena Costa de la Muerte, lugar donde nuestros aventureros irían al día siguiente. Sarina aprovechó esta oportunidad y preguntó a la niña que se podía hacer por allí. Adriana explicó a los nuestros todo lo que había que ver, hacer y comer alrededor de su pueblo.
Las Estrellas aún estaban con los mejillones y el vino del almuerzo en plena digestión y a las 15.30, puntuales, se sentaron a comer. El hombre del restaurante había sido claro. “Yo no me retrasaré en servirles pero ustedes no se retrasen en venir. A las 15.30 estén aquí”. Y allí estuvieron.
La sala del restaurante era muy acogedora, con un gran ventanal con vistas a la ría de Pontevedra. Toda una pared era un vidrio donde se veía el mar. Estando en el salón uno se mareaba como si estuviera subido a un barco. La corriente de la ría se notaba mucho y era como si se moviera el edificio y no el mar. Al fondo, a la otra parte de la ría, estaba la fábrica de celulosa que tantos dolores de cabeza ha dado a los ecologistas gallegos. Ahora, según las noticias, ya no usaba cloro para hacer el papel. No sabemos que usaba ahora y si seguía siendo tan contaminante.
Nuestros aventureros comieron de lujo. Tortilla de patatas, pimientos de padrón, empanadas, ensalada de tomate y ventresca, una sardinas muy, muy buenas y de postre 2 milhojas con nata y fresas y flan de café para compartir. Cada cosa más buena que la anterior. Todo superrico y, cuando llegó la factura, resultó también superbarato. Salieron a alrededor de 20€ por persona. Esto, en un sitio turístico como este, era inconcebible. Esta vez, como casi siempre, lo acertaron.
Para bajar la comida, el grupo se dedicó a hacer un poco de turismo paseando por el pueblo de Combarro. Era pequeño pero curioso, todo de piedra y al lado del mar. Estuvieron un rato riendo y haciéndose fotos y videos. Hacía bastante calor pero no era cuestión de meterse en el coche cargaditos de cerveza y comida. Había que esperar para estan en condiciones de viajar, tangto el conductor como los pasajeros.
Cuando ya no quedó pueblo para ver, ya no tuvieron más remedio de volver al coche.
El siguiente hito propuesto en esta maratón turística era Pontevedra, por ver un poco su casco antiguo y demás monumentos. A las horas que eran se planteó la disyuntiva entre ir a Pontevedra de visita o volver ya a Santiago. No hubo duda, el coche se dirigió sin discusión a Santiago, al hotel a relajarse un poco. Había que descansar.
El viaje a la capital de Galicia fue tranquilo. En menos de una hora, por la autopista AP9, y con el GPS comandado por Sarina, el coche llegó hasta Santiago, a un aparcamiento que el hotel tenía concertado en la plaza del Rosal, a un minuto andando.
A media tarde y un poco cansados, nuestros aventureros fueron cada dos a su habitación. Hacía falta una ducha y un descanso momentáneo, pero solo momentáneo, que el tiempo pasaba y el viaje seguía.
En tres cuartos de hora ya estaban todos preparados en la recepción del hotel para seguir marcha. En grupo se dirigieron, previo paso por la plaza Galicia, hacia la parte antigua de Santiago, a callejear y tomar la primera cerveza de la tarde en la placita que ya casi era su casa, en la calle Acibechería esquina con Vía Sacra.
Una vez resuelta la necesidad de hidratación, las Estrellas se dirigieron hacia la calle del Franco, centro neurálgico de la gastronomía, el picoteo y el compadreo de Compostela. Allí se juntaban estudiantes (en esta época había pocos), turistas y aborígenes de la ciudad para hacer lo mismo, pasarlo bien.
Los nuestros decidieron picar algo para cenar al O Piorno, lugar recomendado por la pareja de Vic con la que fueron en el crucerito por la ría de Arosa. Allí cenaron de turistas. Pulpo, gambas picantonas y lacón. Todo muy bueno. El picante lo era pero se dejaba comer. Incluso Marifé, que le pica hasta la tarta de manzana, se lo comió. Los aventureros rememoraron las cosas que les habían pasado durante el día y rieron un rato. También planificaron lo del día siguiente que se prometía cargadito de actividades.
Con la cena en la garganta dieron un rápido paseíto para tomar el fresco y se dirigieron al hotel a dormir. No era muy tarde pero el día había sido contundente. Y el día siguiente se esperaba también durillo.
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